Científicos norteamericanos encuentran en el Ártico los restos de una flota ballenera que fue  hundida por los hielos hace siglo y medio. Los 1.200 hombres que la componían se salvaron gracias a la decisión y prudencia de sus capitanes, así como a la generosidad de otros buques.

Utilizando la más sofisticada tecnología, científicos norteamericanos de la National Oceanic and Atmospheric Administration (NOAA) han encontrado los maltratados cascos de dos buques. Los restos han sido localizados en zona ártica de Alaska, en una de las regiones más inexploradas del mundo por sus adversas condiciones climáticas.

Utilizando sensores de alta tecnología y sofisticados sistemas de sonar se ha podido determinar la firma magnética de los dos buques, que viene a ser como sus huellas dactilares, y por tanto establecer a qué tipo de barco pertenecen, en este caso balleneros. Los restos localizados están formados además de los cascos, por anclas, cabestrantes, lastre y diversos objetos entre los que se encuentran los ladrillos refractarios que servían para hacer los hornos donde, en grandes calderos, se derretía la grasa de las ballenas.

El desastre de 1871

Los dos barcos formaban parte de la flota ballenera norteamericana que en el verano de 1871 operaba por esas aguas. Al avanzar la temporada, los hielos rodearon a 33 barcos. Como esto ya había ocurrido en otras ocasiones, en un primer momento no provoca ninguna alarma entre los tripulantes. Por su experiencia sabían que al final del verano era habitual la aparición de fuertes vientos procedentes del Este que dispersaban los hielos acumulados. Esto permitía que los navíos pudiesen alcanzar el mar abierto y regresar a sus puertos con su preciada carga. Sin embargo, ese año los vientos no llegaron y los hielos se fueron concentrando cada vez más hasta convertirse en una gigantesca trampa helada. Ante esta situación. los capitanes de los barcos se reunieron para tomar una decisión conjunta.

Era evidente que con los 1.200 hombres que componía la flota era completamente imposible disponer de víveres suficientes para invernar, por lo que si no hacían nada aquello sería como firmar su condena a muerte. La solución podía estar en abandonar los buques a su destino y en los botes tratar de alcanzar aguas libres de hielo. Estimaban que éstas se encontraban a unos 150 kilómetros de distancia, allí podrían ser socorridos por otros barcos balleneros. Sin embargo, tomar la decisión no fue sencillo.

¿Qué hacer?

Evacuar los buques era equivalente a dejar que los hielos los aplastasen y hundiesen con toda su carga. Eso significaría una importante pérdida económica para los propietarios de los barcos, y los capitanes se temían que, si eso ocurría, nunca más volviesen a darles el mando de un buque. Lo que significaría el fin de sus carreras. Por lo tanto, algunos capitanes eran partidarios de esperar un poco más a la llegada de esos vientos que ese año se resistían a aparecer, y de esa forma salvar los buques y su prestigio.

Sin embargo, si demoraban demasiado la partida y los vientos salvadores no llegaban, los hielos se compactarían aún más y sería imposible escapar. Incluso había quienes pensaban que, aunque llegasen a los siete barcos de la flota que habían logrado salir antes de que los cercase el hielo, no habría espacio suficiente en estos barcos para acoger a más de un millar de náufragos. Por lo que sería necesario que estos barcos tirasen por la borda, en el sentido más literal de la frase, todo el producto de un verano de capturas, y puede que incluso parte de su equipamiento de caza. Y si volvían a puerto sin cargamento, se quedaban sin beneficios, dado que iban a comisión de lo conseguido.

La solución más humana

Finalmente, cuando ya tres buques habían sido aplastados por los hielos, se decidieron a evacuar el resto y comenzar esa larga peregrinación hacia su hipotética salvación. Tan solo un marinero decidió no abandonar el barco y quedarse para seguir su suerte.

Durante días y días navegaron por aguas plagadas de icebergs, que continuamente amenazaban con aplastar sus frágiles botes. A veces la concentración de hielos era tan grande que tenían que subir sus barcos sobre el mar helado y arrastrarlos para salvar el obstáculo.

Por fin, lograron alcanzar el mar abierto, aunque allí los peligros no acabaron y tuvieron que luchar con un mar tempestuoso que parecía empeñado en hundirles a todos. Finalmente, alcanzaron al resto de su flota.

Como esperaban, allí estaban todavía los siete barcos, un número evidentemente insuficiente para hacerse cargo de las tripulaciones de 33 buques. Sin embargo, pese a sus temores, los capitanes y la marinería de éstos fueron lo suficientemente generosos para abandonar todo su cargamento y poder transportar a los náufragos de vuelta a sus casas.

Aunque no se perdió ni una sola vida, hubo un largo proceso legal, ya que las pérdidas eran cuantiosas. Pese a que, antes de abandonar los buques, los 33 capitanes habían firmado un documento conjunto diciendo que la situación era insostenible, las aseguradoras trataron de inculpar a los capitanes. Incluso se dijo que dos semanas después, había soplado un fuerte viento que había dispersado parcialmente los hielos; aunque nadie pudo estimar si éste había sido suficientemente intenso para que los barcos hubieran podido escapar.

El final de la industria ballenera

Al año siguiente se pudo comprobar los resultados de la tragedia: De los 30 barcos que todavía estaban a flote cuando los abandonaron, sólo uno estaba intacto y pudo volver a navegar. Sobre las playas se encontraron los restos de diez barcos, uno de ellos era el del marinero que se había quedado y que había logrado sobrevivir en los restos del naufragio. Los otros 19 barcos se habían hundido sin dejar el más mínimo rastro.

Curiosamente, tres de los barcos habían sido incendiados por los esquimales, posiblemente de forma casual mientras recorrían los barcos buscando licor y otras cosas de valor. Algunos de estos esquimales murieron como consecuencia de haberse bebido el alcohol de los botiquines.

Al cabo de algunos años, las compañías aseguradoras pagaron a los propietarios por los barcos perdidos, pero éstos decidieron utilizar el dinero recibido en inversiones más rentables. Aquello fue el comienzo del final de la flota ballenera norteamericana.

En cualquier caso, ésta se había visto seriamente dañada unos pocos años atrás, al final de la Guerra de Secesión, cuando un buque de la guerra de la Confederación siguió hundiendo balleneros de los estados del Norte, incluso meses después de que la guerra hubiese terminado. Pero esa es otra historia para otro momento.


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Javier Cacho es físico, científico, y escritor. Comenzó su carrera como investigador en 1976 en la Comisión Nacional de Investigación Espacial (CONIE) donde llevó a cabo investigaciones relacionadas con el estudio de la capa de ozono. En 1985 se incorporó al Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (INTA) donde durante varios años fue responsable del Laboratorio de Estudios de la Atmósfera. El descubrimiento del agujero de ozono en la Antártida hizo que volviese su atención a este continente. Así en 1986 fue miembro de la Primera Expedición Científica Española a la Antártida, a donde regresaría los años siguientes, una de ellas en pleno invierno antártico, para continuar las investigaciones relacionadas con la destrucción del ozono.

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