Científicos canadienses están a punto de descifrar el misterio que, durante más de siglo y medio, ha envuelto a la tristemente famosa expedición perdida de Sir John Franklin, que tenía la misión de atravesar y explorar el Paso del Noroeste. Sus barcos quedaron atrapados en el hielo.

En mayo de 1845 dos barcos con una tripulación de ciento veintiocho hombres al mando de John Franklin abandonaban entre aclamaciones las costas inglesas. La expedición, meticulosamente preparada por el Almirantazgo Británico, tenía la misión de encontrar el Paso del Noroeste, un objetivo que durante más de dos siglos habían intentando las mejores armadas y los más renombrados navegantes.

Unos meses más tarde, en julio, un ballenero inglés los vio por última vez. Dos años después, la ausencia de noticias comenzó a alertar a las autoridades, a preocupar a los familiares y a despertar la imaginación de una sociedad ávida de aventuras.

Durante los diez años siguientes, más de cuarenta expediciones se organizaron, primero para tratar de salvarlos y luego, cuando se vio que ya no era posible encontrar supervivientes, para localizar al menos una pista que permitiese conocer cuál había sido su siniestro destino.

Pero pese a la recompensa que ofrecieron las autoridades, a los esfuerzos de ricos comerciantes y al tesón de la propia Lady Franklin, que sufragó con su propia fortuna cinco expediciones de rescate, nunca se encontraron los barcos. Tan sólo después de incontables sacrificios, en los que se perdieron muchos más barcos y hombres que los que se pretendía rescatar, se pudo establecer una cierta secuencia de los acontecimientos.

Caminando con la muerte

La expedición se internó, como estaba previsto, por el estrecho de Lancaster. Después del primero invierno, en que todo parece que fue bien, al término del siguiente verano los barcos quedaron apresados por los hielos. Como después de dos inviernos el helado abrazo persistía, los oficiales al mando de los dos buques decidieron abandonarlos y tratar de salvarse caminando hacia el sur, hasta la costa canadiense, donde esperaban encontrar ayuda.

Cuando comenzó esa marcha ya había muerto Franklin, nueve oficiales y quince marineros. Sobre un terreno desolado e inhóspito, avanzaron lentamente dejando tras de sí un reguero de muertos por el frío, el hambre, el escorbuto y otras enfermedades. Incluso los últimos supervivientes se vieron forzados a practicar el canibalismo como recurso para subsistir. Todo fue inútil, ninguno de ellos logró salvarse.

Siglo y medio después

En 2008, el gobierno canadiense puso en marcha una nueva búsqueda de los restos en la que han participado diversas organizaciones científicas e instituciones de la administración. Los resultados se han presentado esta semana –nada menos que– por el primer ministro de Canadá, Stephen Harper.

Gracias a la utilización de las más modernas tecnologías submarinas y al abnegado trabajo de un equipo de buceadores y arqueólogos submarinos, se han hallado los restos de uno de los dos buques de la expedición. Aunque por el momento no ha sido posible establecer si se trata del HMS Terror o del HMS Erebus.

Un reconocido arqueólogo británico ha definido el hallazgo como “el más grande descubrimiento después de la tumba de Tutankamón”. Yo, como no soy arqueólogo, no me atrevo a hacer una afirmación de este tipo y, aunque tampoco soy británico, prefería ser un poco más flemático y definirlo como uno de los grandes logros de la arqueología submarina, que ya es bastante.

En cualquier caso, y pese a que sobre la expedición de Franklin se han escrito millares de páginas, históricas o de ficción, estoy seguro de que este barco que acaban de descubrir nos va a proporcionar nuevo material con el que tratar de comprender uno de los episodios más desdichados de la exploración polar.


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Javier Cacho es físico, científico, y escritor. Comenzó su carrera como investigador en 1976 en la Comisión Nacional de Investigación Espacial (CONIE) donde llevó a cabo investigaciones relacionadas con el estudio de la capa de ozono. En 1985 se incorporó al Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (INTA) donde durante varios años fue responsable del Laboratorio de Estudios de la Atmósfera. El descubrimiento del agujero de ozono en la Antártida hizo que volviese su atención a este continente. Así en 1986 fue miembro de la Primera Expedición Científica Española a la Antártida, a donde regresaría los años siguientes, una de ellas en pleno invierno antártico, para continuar las investigaciones relacionadas con la destrucción del ozono.